
“Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes.” —Efesios 6:13
El mundo en el que vivimos está siendo sacudido por una tormenta de mentiras disfrazadas de progreso, de sombras disfrazadas de luz, de caos presentado como libertad. Estamos siendo testigos de una crisis de verdad como nunca antes. La mentira no solo se tolera; ahora se celebra. La confusión moral, cultural y espiritual ha alcanzado niveles alarmantes, y cada día nuestra fe es puesta a prueba no solo en los tribunales del mundo, sino también en los rincones de nuestro corazón.
Este es el tiempo profetizado, cuando llamarían “bueno a lo malo y malo a lo bueno” (Isaías 5:20), cuando los hombres se amontonarían, maestros conforme a sus propias concupiscencias, apartando sus oídos de la verdad y volviéndose a las fábulas (2 Timoteo 4:3-4). Hoy más que nunca, necesitamos discernimiento para no ser arrastrados por esta corriente engañosa. Necesitamos firmeza, porque la presión es real, y no vendrá solo de afuera, sino desde dentro de nuestras familias, nuestros círculos, incluso de aquellos que profesan fe pero no viven en la verdad.
Dios nos llama a permanecer. No a correr, no a diluir el mensaje, no a negociar con las tinieblas, sino a estar firmes. La palabra que Pablo usa en Efesios 6:13 no es pasiva; es una postura activa de resistencia, como un soldado que, después de haber peleado, se mantiene de pie, armado, vigilante. No se trata solo de sobrevivir, sino de resistir con poder, sabiendo que el que está con nosotros es Jehová Sabaot, el Señor de los Ejércitos.
Una y otra vez en las Escrituras vemos esta exigencia divina: estad firmes. Moisés la pronunció en el momento más crítico frente al Mar Rojo (Éxodo 14:13). Josué lo vivió cuando el pueblo vacilaba en seguir a Yahweh o a los ídolos de sus padres (Josué 24:15). Daniel, al negarse a comer del banquete del rey, estuvo firme, aun siendo joven, rodeado por una cultura poderosa que intentaba moldearlo. Estos hombres no fueron héroes por sus fuerzas, sino porque confiaron en El Shaddai, el Todopoderoso.
Recordemos a Dietrich Bonhoeffer, pastor y teólogo alemán, quien en medio de la Alemania nazi eligió mantenerse en la verdad del Evangelio, aun sabiendo que ello le costaría la vida. Mientras muchos se alineaban con el sistema por miedo o conveniencia, él escribió desde la cárcel: “Solo el que clama por los judíos puede cantar gregoriano.” Su fe no fue un refugio de evasión, sino una trinchera de resistencia. Fue ejecutado a solo semanas del fin de la guerra, pero murió en victoria, con la mirada en Cristo, sabiendo que la verdad no se negocia.
Hoy se nos presiona a ceder. A aceptar ideologías que niegan la creación divina, a redefinir el diseño de la familia, a vivir una fe diluida, sin cruz, sin arrepentimiento, sin santidad. Pero no podemos claudicar. Como cuerpo, como pueblo santo, hemos sido llamados a ser columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15), no espejos del sistema. La esperanza no está en cambiar el mundo con políticas humanas, sino en proclamar con fidelidad la verdad del Reino que viene.
Si Dios es nuestra roca, no seremos conmovidos. Aunque tiemblen las naciones, aunque se multipliquen las malas noticias, aunque nuestros valores sean atacados, sabemos en quién hemos creído. Y si hemos de sufrir por causa de la justicia, dichosos somos (1 Pedro 3:14). El fuego purifica, no destruye al justo. La persecución fortalece al que camina con Dios.
Hermanos, este no es tiempo de retroceder. Es hora de ceñirnos con la verdad, de vivir en santidad, de cultivar una relación íntima con el Espíritu Santo, quien nos guía a toda verdad. Es tiempo de leer las Escrituras no como un ritual, sino como un mapa de supervivencia espiritual. Es momento de orar con fervor, de ayunar, de amar sin temor, de proclamar sin vergüenza el nombre de Cristo Jesús, nuestro Rey.
Nos aferramos a las promesas. El Reino venidero es real, glorioso, inquebrantable. Cristo viene, y con Él, la restauración de todas las cosas. Él enjugará toda lágrima, y no habrá más muerte, ni clamor, ni dolor (Apocalipsis 21:4). Pero hasta ese día, seamos hallados fieles, despiertos, sin mancha, irreprensibles ante Él.
Oremos juntos: Oh Dios de toda verdad, nuestro refugio en medio del engaño, hoy nos humillamos ante Ti. Límpianos de toda tibieza, de toda cobardía espiritual. Danos discernimiento para ver como Tú ves, para rechazar la mentira aunque se presente disfrazada de luz. Llena nuestras lámparas con el aceite del Espíritu Santo, para que no se apaguen en medio de la noche. Fortalece nuestras manos y nuestros corazones para que permanezcamos firmes, como columna en Tu templo. Protege a nuestros hijos, guarda nuestras familias, purifica a Tu Iglesia. Y cuando llegue el día malo, que podamos decir con valor: hemos resistido, hemos peleado la buena batalla, hemos guardado la fe. En el nombre de Jesús, nuestro Capitán y Rey. Amén.
Y ahora, que el Dios de paz nos santifique por completo, y que todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que nos llama, y Él lo hará.
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